Friquis de universidad (II)
A poco que uno acuda a un curso universitario, se dará cuenta enseguida de la presencia de los jipis de los malabares. Se trata de gente que nunca veremos dentro de clase, a la que no conoceremos porque se pasan el día en el césped, con su ropa de segunda mano y sus rastas al aire. Quizá entren algún día para repartir folletos o para avisar de alguna huelga. Eso sí, no deja de ser curioso que se manifiesten por asuntos como "la calidad dentro de las aulas", ya que éste es el lugar al que menos acuden a lo largo del año. Presentan cierta tendencia a creer que sus ideales son necesariamente compartidos por todo el mundo, así que no dejarán de dar el coñazo con cualquier asunto reivindicativo en el que estén enfrascados y que puedan explicarte: "¡Eh! ¿Sabes que el gobierno destina tantos fondos a la producción de poliestireno en polvo?". Particularmente odiosos son los que, además, tratan de endosarnos alguna revista de las juventudes comunistas por el singular método de pares: uno nos la da, como si fuese un regalo, y unos pasos más allá nos encontramos con otro que nos pide el dinero; método ladino que, quizá consciente del más bien inexistente interés de sus publicaciones, intenta aprovecharse de flojedades puntuales de carácter.
No menos singulares son los becarios para siempre. Hablamos de ese tipo de estudiante repelente, serio y casi siempre vestido como una persona mayor, aficionado a frecuentar los departamentos de los profesores y a entregar trabajos cuando ni siquiera hace falta. Beneficiarios de las matrículas de honor, adictos a los fondos bibliográficos y usuarios habituales de las horas de visita, tratan de suplir su ausencia de talento con una dedicación obstinada a cada una de las asignaturas que conforman su matrícula. Permanecerán en la universidad eternamente, ya no como alumnos, sino como becarios encargados del trabajo sucio -y anónimo- de los estudios de sus idolatrados profesores (búsqueda de datos, de citas, de bibliografía) y como diligentes portadores del café de las once, con la esperanza de que quizá, algún día, puedan llegar a ser maestro en lugar del maestro.
Futuro portador de cafés.
Más irritantes aún son los viejos. Apenas son dos o tres por clase, pero se hacen notar por sus interminables y absurdas preguntas o comentarios, de los que a veces ni el profesor sabe escapar. No suelen estar matriculados, y acuden a las clases porque se aburren en su casa y así pasan la mañana de alguna manera. En mi universidad era muy famoso Camilo José Cela, que recibía este nombre por su rebuscado parecido con el Premio Nobel español, y a cuyo lado nadie quería sentarse porque olía un poco mal.
Jaaaarl... Eche peacho de literatura del barrocoorl, ¿te da cuen?
Entramos ahora en la zona turbia y tenebrosa. Y los primeros en habitar este submundo son los locos. Una de las características de mi universidad era que estaba integrada en plena ciudad, con lo cual se prestaba muy fácilmente a la visita de espontáneos esquizofrénicos que gustaban de darse una vuelta por este centro de la educación y la cultura. El más temible de ellos era el recluta, un individuo joven, de un metro noventa de alto y rapado a estilo militar, que de vez en cuando aterrorizaba a los estudiantes haciendo acto de aparición en el claustro, proclamando encendidos discursos sobre marcha militar y castigos físicos, dando patadas a las mochilas de los incautos que no ahuecaban el ala, como la mayoría, en cuanto su sombra se perfilaba en el suelo, y entrando en las aulas y hablando con una perturbadora y amenazante voz de psicópata a los profesores. También estaba el meón, un tipo de pelo canoso y larga barba que, como si se tratase de un acto terrorista, se escabullía hábilmente de los guardias de seguridad, que ya lo conocían, se internaba siempre en el mismo patio y echaba una meada sobre la misma papelera. La siguiente escena que podía contemplarse consistía en dos guardias de seguridad arrastrándolo por los hombros hacia la salida. Otro loco famoso era el del walk-man, que se hizo famoso por desgastar las paredes del claustro con su peculiar balanceo de cabeza, al ritmo de la música que escuchaba de su sempiterno aparato musical. Al contrario de los otros, él supo adaptarse, y en el bar de la facultad -lugar en el que se daba la circunstancia excepcional de laboratorio de que las cucarachas cohabitasen con los donuts- lo aceptaban a cambio de que recogiese las porquerías del suelo.
Me pregunto si será normal escuchar estas voces en mi cabeza.
Sólo queda hablar de un aspecto tenebroso más: y es que, como he dicho, mi universidad estaba integrada en el entorno urbano, con lo cual los lavabos masculinos, pasada cierta hora de la tarde - o a veces antes-, se poblaban de individuos de elección sexual gay que buscaban en ellos relaciones espontáneas. Aún recuerdo al de la chilaba, un joven de pelo rizado a lo Maradona, siempre vestido, como su nombre indica, con una chilaba, que atemorizaba en los meaderos a los jóvenes estudiantes de primer año -yo fui una de sus víctimas-, por el método de ponerse al lado y, no demasiado sutilmente, lanzar miradas a los miembros ajenos mientras se la meneaba. Estas peculiares circunstancias hacen que, pasada una hora, y en los lavabos más recónditos de la facultad, lo más aconsejable sea entrar sin mirar alrededor, dirigirse firmemente a una de las cabinas -nunca a los meaderos- y salir sin limpiarse las manos, a no ser que ipso facto se quiera tener a un pretendiente al lado con oscuras intenciones. E incluso así, es posible que os ocurra como una vez me pasó: que estando dentro de las cabinas, alguien me preguntó insistentemente si podía entrar conmigo. Ante mi "¡No!" enérgico, y mi fulgurante salida del lavabo, no encontré a nadie. Quizá se trataba del alma errante de alguien que pereció mientras buscaba un eventual amor de retrete.
No le mires a los ojos si está meando demasiado tranquilamente.
Y con este post finalizo la temática de los friquis de universidad. Vosotros diréis si pensáis que falta alguno. Por cierto, dedico este artículo a los esforzados estudiantes de la biblioteca que batallaban para reservar su asiento en periodo de exámenes, y que estaban siempre allí metidos, a pesar de que no aprobaban nunca. Mis más afectuosos recuerdos hacia ellos.
7 comentarios
Mr. Glasshead -
Civ -
Mr. Glasshead -
Civ -
Y es verdad, te falta una tercera parte dedicada a las universitarias.
isa -
Jorge de Montemayor -
Y creo que se tendría que añadir el grupo de los "intelectuales": lectores fervientes de Sánchez Ferlosio, expertos en literatura del siglo XX, naturalmente antiamericanos, apolíticos, desengañados... Vestían de forma correcta y gris, lo suyo era el ensayo y creían que estaban en mayo del 68 dentro de la buhardilla de "Rayuela".
Felicidades por el post. Me ha hecho recordar mis años universitarios y seguir ratificando que fue una perdida de tiempo y de dinero. Lo mejor de la universidad: las campanas y la llegada del verano y la posterior desaparición de la ropa en las féminas.
Dr Zito -